La miré al fondo de la habitación, detrás de una mesa mal decorada, con un mantel de terciopelo azul y un montón de botellas de agua. Estaba bajo una horrible luz verdosa, eran las ocho de una nublada mañana en algún lugar de la horrible capital.
Me saludó extrañada y yo con timidez.
Me dio una carpeta, un libro y una pluma.
Nos sonreímos.
El tiempo no se detuvo, ni se hizo más lento.
El ruido no disminuyó.
Tampoco las luces se hicieron cálidas.
Y sin embargo, lo supe.
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